jueves, 1 de julio de 2010


En Bogotá, el día 27 de abril de 2010 fue presentado el libro:

La Revolución científico-técnica y el colapso del socialismo real”,

de Darío Mesa

Libro presentado por Álvaro Delgado, en el Auditorio Germán Arciniegas, Biblioteca Nacional, de la ciudad de Bogotá.


Conocí a Darío Mesa a principios de los años 50, cuando conversaba con altos dirigentes del partido comunista en el primer patio de la recién estrenada nueva casa del partido en Bogotá, amparado por una marquesina que protegía de la ya casi olvidada llovizna bogotana y en las mañanas permitía recibir los rayos del sol mientras se conversaba. Eran los días azarosos que pregonaban el advenimiento de la dictadura rojaspinillista. Yo era un novato recién aterrizado en la capital y Darío ya tenía el pelo ralito y la musculatura de boxeador de peso medio con gafas y ya era persona de pocas palabras. Su talante, extraño a toda exhibición, incluía el pasar inadvertido en los certámenes y desaparecer del escenario a la primera oportunidad.

Pero yo me quedé con la impresión de su sabiduría dura y lejana. De ella hablaba el secretario general del partido, Vieira, y hablaban los jóvenes y los viejos que se arremolinaban para escucharlo. Poco después supe la enorme verdad: Darío era un versado en la “ciencia” marxista, una especie de eminencia juvenil de la teoría que antes que palabras empleaba gestos reflexivos y tolerantes frente el entorno revolucionario de la época. En esa tarea nada grata le acompañaban otros cuatro, cinco o seis compañeros de universidad prendidos de un tren revolucionario en el que cabíamos todos. Antes de que terminaran los años 60, sin embargo, todos habían desaparecido del patiecito enmarquesinado de la carrera 16.

No alcancé a escuchar, en vivo y en directo, siquiera una charla de Darío. Ni de casi ninguno de sus más cercanos hombres de estudio. Cuando pasé fugazmente por la universidad hacía diez años que él estaba de salida de la Escuela Normal Superior, de la cual habían egresado también mis profesores de bachillerato. Casi no volví a encontrarlo en las páginas de las publicaciones comunistas y solo me regía por las opiniones de sus alumnos y compañeros de viaje universitario. Pertenecía a la generación que salía de la adolescencia cuando estalló la insurrección republicana española y que, como la generalidad de la intelectualidad de izquierda que acompañó la lucha de los comunistas en los años 50, unió el triunfo del proletariado ruso de 1917 con el alzamiento antifascista español en lo que los dos hechos tuvieron de mensaje universal: el derrocamiento de la opresión y el rechazo de la guerra imperialista.

Darío conoce las dificultades que encontró en el camino la generación revolucionaria de los años 50, que de manera semejante a su sucesora de los 60 encontró la violencia y la guerra amigablemente casadas con el sectarismo y la intolerancia ideológica dentro y fuera de sus filas. Sabe que el primer texto de marxismo que leímos había sido escrito por Stalin y que nadie nos enseñó de la vida de Gorki ni de los hallazgos de Gramsci o Lukács. No conocimos páginas de Rosa Luxemburgo, Liebnecht ni Trotsky, y Antonio García nunca apareció en nuestro horizonte de historia patria y solo supimos que había fundado varias veces un partido socialista inexistente, de la misma manera que crecimos convencidos de que Lenin, como todos los dioses occidentales, había sido monógamo y ajeno a todo mal pensamiento. Creíamos en la democracia proletaria y tratábamos de apaciguar la malicia que intentaba ganar nuestra mente cuando nos aseguraban que en los países socialistas no había huelgas laborales porque los trabajadores no se hacen huelga unos a otros.

Pero sabe también que esa generación reconstruyó las filas de los asalariados y creó el sindicalismo independiente, organizó a los jóvenes y las mujeres del campo y la ciudad y fundó las primeras asociaciones de estudiantes de secundaria y el primer movimiento defensor de derechos humanos en nuestro medio. La irrupción de las fuerzas de izquierda fracturó la coraza de los dos partidos tradicionales, alentó el florecimiento en ellos de las tendencias patrióticas y libertarias y puso en marcha sistemas de alianzas que han terminado por diversificar el paisaje nacional de las ideas y las fórmulas de nuestra vida común.

Esa generación maduró y hoy sigue encontrando en el camino el mismo lenguaje de la fuerza y la intolerancia, solamente que mil veces más destructivo y descompuesto. A tal punto, que nos atemoriza y nos cuesta trabajo entender la fuerza enorme de quienes hoy tienen los veinte años que nosotros teníamos en los 50. Pero ese sentimiento de fatiga e incredulidad ante lo nuevo que nace por fuera de nuestros planes y nuestros deseos no apareció ahora mismo, cuando el edificio del horror que vive Colombia amenaza derrumbarse sobre sus gestores. Hace apenas dos años, en febrero de 2008, se produjo la más grande movilización social de la historia colombiana y la izquierda no estuvo presente en ella. No pocos de nosotros tenemos desconfianza en las fuerzas sociales que se desarrollan sin nuestro concurso y prefieren volver los ojos a otra parte, al pasado que somos.

Lo mismo nos había ocurrido treinta años atrás, cuando en los países del socialismo real se iniciaron los desenlaces de su colapso. Entonces preguntamos las razones a los partidos del socialismo real y se nos replicó que se trataba de protestas parciales y sin apoyo en la población, y hasta el último momento del derrumbe final del socialismo permanecimos en cierta manera seguros, porque sabíamos de fuente positiva que todo podría caer, menos la Unión Soviética. Más que luchadores sociales lúcidos, parecíamos cortejo de una religión vana pero inextinguible. No alcanzamos a advertir que todo lo que ocurría ante nuestros ojos en el mundo del socialismo real era nuevo y no tenía reversa. En ese momento, único en la vida de todos los comunistas del mundo, no estuvimos en capacidad de percibir que tenía que tratarse de una crisis muy profunda del sistema entero y de la sociedad que lo soportaba. Fue una crisis en la que no se presentaron matanzas, como había ocurrido en los años 30 y 50. Nadie, ningún soldado, ningún líder obrero, ninguna ama de casa heroica salió a defender el sistema que se desplomaba. No hubo gobierno del socialismo real que pudiera alegar que estábamos frente a una nueva conspiración del imperialismo. El proyecto político y social más grande del siglo veinte cayó pacíficamente, sin dar ni recibir un solo tiro.

En el libro que hoy presentamos, Darío Mesa expone las raíces históricas que ayudan a explicar el desenvolvimiento de la crisis final del sistema de producción socialista, principalmente en su epicentro, la Unión Soviética. Se trata, sorpresivamente, de un alegato de política económica y social que no utiliza la ayuda de cuadros estadísticos ni claves matemáticas para manejo de especialistas. Sin entrar a examinar los momentos finales de esa crisis y su dramático desenlace, el libro de Darío Mesa es producto de un seminario promovido en la Universidad Nacional alrededor de las expresiones y los móviles centrales que obraron en esa coyuntura. Es una discusión colectiva del problema social y político central que asumió la sociedad socialista bajo comando de Lenin y su equipo revolucionario: la edificación, en un país enormemente atrasado y socialmente dispar, de un sistema económico y social superior al capitalista y que fuera capaz de edificar una nueva sociedad, sin clases sociales antagónicas ni explotación del trabajo ajeno. En vez de exposiciones teóricas, Darío emplea el método del diálogo con sus alumnos, a la manera de los discursos de prueba y error utilizados por los filósofos de la Grecia antigua para buscar la verdad de las cosas.

Busquemos nosotros, colectivamente, una explicación de lo que pasó en el ensayo soviético; aprendamos a debatir nuestros problemas colombianos y a encontrarles un camino a nuestros sueños. Eso es lo que parece advertirnos el trabajo de Darío.

Desde 1989, el año del desenlace final del experimento soviético, estábamos esperando una voz de la izquierda criolla que nos ayudara a entender lo que pasó en los países del llamado socialismo real. Esta es la primera que llega y ojalá no sea la última. Pero lo más alentador es que el libro de Darío Mesa nos vuelve a encontrar de pie, nos visita en la casa y nos recuerda que no fuimos vencidos, que seguimos siendo los mismos empecinados luchadores por el cambio social y la democracia en nuestro país. Que no hemos desaparecido y nunca desaparecimos de verdad.

Álvaro Delgado

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