Tzvetan Todorov
Contraviniendo el unanimismo estúpido de los partidos políticos y de los comentaristas a favor de la intervención militar en Libia, el historiador Tzvetan Todorov recuerda que «el orden internacional encarnado en el Consejo de seguridad consagra el reino de la fuerza, no del derecho» y que por ello mismo la garantía de legitimidad de su aprobación es discutible.
La intervención militar en Libia ha suscitado en Francia un coro de aprobaciones provenientes tanto de los partidos representados en el Parlamento, como ocurrió cuando la guerra de Afganistán, como de los comentaristas. Se escucha decir que Francia acaba de propinar un gran golpe. Al jefe enemigo ya no se lo designa con superlativos; ahora se ha convertido en el demente, el loco, el verdugo, el tirano sanguinario, cuando no se lo reconvierte a sus orígenes de «astuto beduino». Los eufemismos están a la mano, en lugar de decir que se debe matar sin contemplación, se dice «que hay que asumir sus responsabilidades»; tampoco se dice disminuir el número de cadáveres, sino proceder «sin fracturas excesivas». Se justifica la entrada en la guerra con comparaciones azarosas: no intervenir habría sido repetir los errores cometidos en España en 1937, en Múnich en 1938, en Ruanda en 1994... Quienes se toman su tiempo son estigmatizados: Alemania no ha estado a la altura, Europa ha manifestado una pusilanimidad desconcertante –al menos que no sea su habitual pusilanimidad. Los partidos emergentes son responsables de no querer correr riesgos –¡como si los llamados a la guerra de la capital francesa estuvieran exentos de ellos!
Es cierto que a diferencia de la guerra en Irak, la intervención en Libia ha sido aprobada por el Consejo de seguridad de las Naciones unidas. ¿Pero legalidad quiere decir legitimidad? En la base de la decisión se encuentra un concepto introducido recientemente, la responsabilidad de proteger a la población civil de un país contra las maniobras de sus propios dirigentes. Sin embargo, desde el instante en que esta «protección» significa intervención militar de otro Estado y no asistencia humanitaria, no se entiende cuál es la diferencia con el «derecho de injerencia» que los países occidentales se habían arrogado hace algunos años. Si cada país pudiera decidir que tiene derecho a intervenir los países vecinos para defender los derechos de una minoría maltratada, estallarían numerosas guerras en un segundo. Basta pensar en los Chechenos en Rusia, en los Tibetanos en China, en los chiitas de países sunitas (e inversamente), en los Palestinos en los territorios ocupados por Israel… Ciertamente, sería indispensable para ello una autorización del Consejo de seguridad. Pero este Consejo tiene una particularidad, que al mismo tiempo es su pecado original: sus miembros permanentes disponen de derecho de veto sobre todas sus decisiones, lo que los coloca por encima de la ley que dicen encarnar: ¡ni ellos ni los países a quienes escogen par darles apoyo pueden ser jamás condenados! Todavía peor: para escapar al veto, intervienen sin autorización de las Naciones unidas, como ocurrió en Kosovo o en Irak. La invasión armada en este último país, conducida bajo un pretexto engañoso (la presencia de armas de destrucción masiva), tuvo como consecuencia centenas de miles de muertos; sin embargo, los países responsables no fueron objeto de la mínima sanción oficial. El orden internacional encarnado en el Consejo de seguridad consagra el reino de la fuerza, no del derecho.
Pero se dice que esta vez al menos se defienden principios, no intereses. ¿Seguro? Francia ha sostenido por años su apoyo a las dictaduras de los países vecinos, Túnez y Egipto; al decidir ahora respaldar a los insurgentes en Libia, espera restaurar su prestigio. Al mismo tiempo hace demostración de la eficacia de su armamento, lo que la coloca en posición de fuerza para futuras negociaciones. Sobre el plano interno, conducir una guerra victoriosa – además, en nombre del Bien- realza siempre la popularidad de los dirigentes. Consideraciones similares se encuentran en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Se ha destacado el apoyo representado por la Liga árabe (antes de que comenzaran a cambiar de opinión): ¡es raro que las opiniones de este organismo sean tan apreciadas en Occidente! Observando más de cerca, los Estados que en ella se reúnen tienen distintos intereses en juego en este asunto. Arabia saudita y sus aliados están dispuestos a sostener a los Occidentales en contra del rival libio, porque ello les permite reprimir impunemente sus propios movimientos de protesta. Los Saudíes, poco reputados por sus instituciones democráticas, ya han intervenido militarmente en Bahréin y han alentado la represión en el Yemen: en estos Estados vecinos, escogieron «proteger» a los dirigentes en contra de la población.
El coronel Gadafi masacra su pueblo: ¿no deberíamos estar de acuerdo en poder impedírselo, independientemente de las justificaciones manifiestas u ocultas de este acto? El inconveniente es que la guerra es un medio tan poderoso que hace olvidar el fin que persigue. Sólo los video juegos permiten destruir los armamentos sin tocar a los seres humanos de su entorno; en las guerras reales, incluso los «golpes quirúrgicos» más precisos no permiten evitar los «gastos colaterales», es decir las muertes, la destrucción, los sufrimientos. Por esta vía uno se involucra en un cálculo incierto: ¿las víctimas y los daños serán más o menos mayores que si no se hubiera dado la intervención? ¿No existía verdaderamente otro medio de impedir la masacre de la población civil? ¿Una vez desencadenada la guerra, no se corre el riesgo de adelantarla por su propia lógica, apartándose del espíritu de la resolución inicial? ¿No se comprometerán los impulsos democráticos de la población al hacerlos dependientes de antiguos países colonialistas?
No existe guerra limpia ni guerra justa, solamente guerras inevitables, como la Segunda Guerra mundial dirigida por los Aliados; este no es el caso en la actualidad. Antes de entonar un himno a la gloria de esta alianza ciertamente mejor que las anteriores, sería tal vez conveniente meditar en las lecciones que, hace doscientos años, Goya había sacado de otra guerra dirigida en nombre del Bien, la de los regimientos napoleónicos que aportaban los derechos del hombre a los Españoles. Las masacres cometidas en nombre de la democracia no son más fáciles de soportar que las ocasionadas por la fidelidad a Dios o a Alá, al Guía o al Partido: unas y otras conducen a los mismos desastres de la guerra.
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Artículo publicado el martes 22 de marzo en Libération. El autor autorizó esta nueva publicación en Mediapart.
[1] Título del original: “L’attraction de la guerre”, publicado inicialmente en Libération , el 22 de marzo de 2011. Se reprodujo con autorización del autor en Mediapart, en la misma fecha. La traducción es de Luis Carlos Arboleda.
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