jueves, 31 de marzo de 2011





Es un texto que se invita a leer, pues su manera de escribir, narrativa, involucra al lector emocionalmente. Da cuenta cabal de lo acontecido, y por ende, permite la socialización con su consiguiente debate. Es un texto transparente que a diferencia de la mayoría de los informes de investigación donde únicamente se presenta el resultado acabado (como por arte de magia), se evidencian los “vaivenes” y dificultades vividos en el proceso. Textos honestos como el mencionado, hoy en día no son fáciles de encontrar.

El texto presenta una especie de arqueología conceptual que parte de la Investigación Participativa, pasando por enfoques como los Temas Generadores de Freire para concluir finalmente en el Diálogo, aclarando las razones de los sucesivos replanteamientos. Se atreven a cuestionar planteamientos como la Negociación de Bruner y el mismo Diálogo Cultural (entendido este como debate), acogiendo finalmente la perspectiva Hermeneútica (horizontes de sentido) y la Investigación Narrativa, lo que indudablemente nos evidencia que estamos frente a un equipo que sin desestimar para nada los acumulados teóricos, decide “pensar con su cabeza”, cuestión absolutamente insólita dentro de las acartonadas disquisiciones de una intelectualidad que solo valida su pensamiento repitiendo citas de autores consagrados.

Independientemente de si se está de acuerdo con alguna de sus tesis, escritos como el mencionado incuestionablemente se convierten en un “modelo” de trabajo para investigaciones que deseen contribuir a crear conocimiento y no simplemente repetirlo.


Germán Mariño


ISBN: 978-958-8427-57-7
2011, 182pp., 24x16,5 cm.
Precio de venta al público:
$25.000

martes, 29 de marzo de 2011

Todo tiempo pasado fue peor

UN LIBRO PARA ENTENDER LA COYUNTURA POLÍTICA

En busca del tiempo perdido

Rudolf Hommes. Columnista de EL TIEMPO.


Por razones que no pregunté, fui invitado por la editorial La Carreta Social para comentar el libro Todo tiempo pasado fue peor, de Álvaro Delgado, que fue miembro activo del Partido Comunista hasta el comienzo de los 90 y perteneció al Comité Central de ese partido durante varios años, y ahora es un investigador del Cinep. Es una autobiografía en el formato de una entrevista, que le hace Juan Carlos Celis, otro investigador que adelanta estudios sobre las dimensiones territoriales de la acción sindical en Colombia.

El libro es muy interesante, especialmente para quienes no han seguido de cerca las actividades del PC en nuestro país, y porque en la izquierda se desdeñan los testimonios y las experiencias personales. Debe ser lectura obligada para los analistas políticos y para quienes están interesados en entender a las Farc, sus relaciones con el PC y otros partidos, y la manera de pensar de quienes han participado en la protesta popular, todo lo cual es de suma importancia para el análisis de la coyuntura política y de seguridad actual, y de las posibilidades de la paz. Como Delgado estuvo en una situación privilegiada para observar cómo se gestó y se construyó entre el partido y la guerrilla la estrategia que se vino a conocer como de ¿todas las formas de lucha¿, y cómo en el tiempo fue ganando preeminencia la guerrilla y se fue desvaneciendo la influencia del partido sobre las Farc.

Los primeros capítulos del libro describen la infancia y la juventud de Delgado en Popayán, y el desarrollo de su interés por la política que surge paralelo con el gusto por la literatura durante el bachillerato. En otros capítulos, Delgado hace una memoria a vuelo de pájaro y desde muy alto de cómo fue la vida de un miembro profesional del partido. El lector echa de menos conocer mejor las actividades de un organizador sindical y cómo operaba el poder dentro del partido. Esta omisión es particularmente notoria porque Delgado conoce los detalles de la regionalización del conflicto laboral, proceso que quizás contenga claves para comprender por qué Colombia ha sido el país donde ocurrieron más de la mitad de los asesinatos de líderes sindicales del mundo en años pasados, y para controlar estos crímenes.

Tal vez los mejores capítulos del libro son los políticos. Es original el juicio de Delgado sobre las oportunidades perdidas y la influencia que ha tenido la guerrilla como agente inhibidor o supresor de alternativas políticas interesantes que se le brindaron al Partido Comunista en las épocas doradas, cuando pudo intervenir en política, cuando pudo hacer alianzas y cuando tuvo contacto con la gente y buscó arraigo popular.

La lógica de la guerrilla le fue quitando posibilidades de desarrollo al partido. En sus primeros años, evitó que se pudiera hacer una labor política en zonas que simpatizaban con el comunismo, como Sumapaz y Riochiquito, donde el clamor de la gente y de sus líderes era que se preservara la paz y no fuera perturbada por la guerrilla. Tampoco se pudo preservar la labor política en el Magdalena Medio, por la intervención de la guerrilla. Esta y la guerra fueron adquiriendo cada vez mayor importancia y en el partido predominó el concepto que todavía orienta a la guerrilla de que lo importante es tomarse el poder y hacerlo por la fuerza. Las Farc no están sinceramente interesadas en la paz, o en treguas, negociaciones o acercamientos por motivos humanitarios que no sirvan para alcanzar este fin. Esto es particularmente oportuno para el análisis de la situación actual.

En Colombia, ahora rehén de guerrilla y paramilitares, no se ha logrado crear una sociedad moderna y justa que no esté dominada por la violencia. Historias de vida como esta pueden ayudar a entender a los adversarios y a encontrar soluciones.

Junio 2007

jueves, 24 de marzo de 2011

Escritos sobre ética




En este libro me he propuesto analizar y describir los diferentes aspectos la ética y la moral de los seres humanos a partir de la idea de que las normas que la conforman tienen una doble dimensión: una racional y otra sensible. La dimensión racional está dada por la necesidad objetiva, imperativa e ineludible, de convivir entre sí para colaborar y cooperar en las diferentes actividades con las que aseguran su supervivencia; esta es una necesidad que se les impone casi como una férrea ley. De tal manera que estas normas morales con las que se ordena respetar, no despojar o no dañar lo que es propio o pertenece a los demás, como su integridad personal y psicológica, como sus bienes materiales, su libertad natural o su vida, tienen precisamente que obedecerlas para asegurarse la posibilidad de la convivencia. Y la dimensión sensible está dada por el deseo natural profundo que tienen de no sufrir, de vivir libres del sufrimiento. En efecto, cuando alguna vez en sus vidas los hombres desobedecen alguno de estos mandatos normativos que se han dado o que han aprendido de sus padres y maestros en el curso de su formación humana-moral, normalmente sufren, sienten dolor interior en sus almas. Y al vivir esta experiencia, aprenden y comprenden con claridad la necesidad o la obligación que tienen de no volverlas a desobedecer, de sujetar sus actos a sus mandatos que son los suyos propios. Y esta obligación que interiorizan en sus espíritus es la obligación moral por excelencia; es decir, aprenden que el deber imperativo de sus vidas es no hacer sufrir a los demás, de no hacerles daño, violando alguno de estos mandatos morales porque ellos mismos sufren. De ahí que la necesidad que tiene cada ser humano de convivir con los demás para asegurar su propia supervivencia se expresa en su interior espiritual como un deber de no hacerles algún daño que los haga sufrir; y al cumplir este deber moral esencial se convierte en un ser capaz plenamente de convivir con sus semejantes.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Artículo publicado en: Libération

La atracción de la guerra [1]

Tzvetan Todorov

Contraviniendo el unanimismo estúpido de los partidos políticos y de los comentaristas a favor de la intervención militar en Libia, el historiador Tzvetan Todorov recuerda que «el orden internacional encarnado en el Consejo de seguridad consagra el reino de la fuerza, no del derecho» y que por ello mismo la garantía de legitimidad de su aprobación es discutible.

La intervención militar en Libia ha suscitado en Francia un coro de aprobaciones provenientes tanto de los partidos representados en el Parlamento, como ocurrió cuando la guerra de Afganistán, como de los comentaristas. Se escucha decir que Francia acaba de propinar un gran golpe. Al jefe enemigo ya no se lo designa con superlativos; ahora se ha convertido en el demente, el loco, el verdugo, el tirano sanguinario, cuando no se lo reconvierte a sus orígenes de «astuto beduino». Los eufemismos están a la mano, en lugar de decir que se debe matar sin contemplación, se dice «que hay que asumir sus responsabilidades»; tampoco se dice disminuir el número de cadáveres, sino proceder «sin fracturas excesivas». Se justifica la entrada en la guerra con comparaciones azarosas: no intervenir habría sido repetir los errores cometidos en España en 1937, en Múnich en 1938, en Ruanda en 1994... Quienes se toman su tiempo son estigmatizados: Alemania no ha estado a la altura, Europa ha manifestado una pusilanimidad desconcertante –al menos que no sea su habitual pusilanimidad. Los partidos emergentes son responsables de no querer correr riesgos –¡como si los llamados a la guerra de la capital francesa estuvieran exentos de ellos!

Es cierto que a diferencia de la guerra en Irak, la intervención en Libia ha sido aprobada por el Consejo de seguridad de las Naciones unidas. ¿Pero legalidad quiere decir legitimidad? En la base de la decisión se encuentra un concepto introducido recientemente, la responsabilidad de proteger a la población civil de un país contra las maniobras de sus propios dirigentes. Sin embargo, desde el instante en que esta «protección» significa intervención militar de otro Estado y no asistencia humanitaria, no se entiende cuál es la diferencia con el «derecho de injerencia» que los países occidentales se habían arrogado hace algunos años. Si cada país pudiera decidir que tiene derecho a intervenir los países vecinos para defender los derechos de una minoría maltratada, estallarían numerosas guerras en un segundo. Basta pensar en los Chechenos en Rusia, en los Tibetanos en China, en los chiitas de países sunitas (e inversamente), en los Palestinos en los territorios ocupados por Israel… Ciertamente, sería indispensable para ello una autorización del Consejo de seguridad. Pero este Consejo tiene una particularidad, que al mismo tiempo es su pecado original: sus miembros permanentes disponen de derecho de veto sobre todas sus decisiones, lo que los coloca por encima de la ley que dicen encarnar: ¡ni ellos ni los países a quienes escogen par darles apoyo pueden ser jamás condenados! Todavía peor: para escapar al veto, intervienen sin autorización de las Naciones unidas, como ocurrió en Kosovo o en Irak. La invasión armada en este último país, conducida bajo un pretexto engañoso (la presencia de armas de destrucción masiva), tuvo como consecuencia centenas de miles de muertos; sin embargo, los países responsables no fueron objeto de la mínima sanción oficial. El orden internacional encarnado en el Consejo de seguridad consagra el reino de la fuerza, no del derecho.

Pero se dice que esta vez al menos se defienden principios, no intereses. ¿Seguro? Francia ha sostenido por años su apoyo a las dictaduras de los países vecinos, Túnez y Egipto; al decidir ahora respaldar a los insurgentes en Libia, espera restaurar su prestigio. Al mismo tiempo hace demostración de la eficacia de su armamento, lo que la coloca en posición de fuerza para futuras negociaciones. Sobre el plano interno, conducir una guerra victoriosa – además, en nombre del Bien- realza siempre la popularidad de los dirigentes. Consideraciones similares se encuentran en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Se ha destacado el apoyo representado por la Liga árabe (antes de que comenzaran a cambiar de opinión): ¡es raro que las opiniones de este organismo sean tan apreciadas en Occidente! Observando más de cerca, los Estados que en ella se reúnen tienen distintos intereses en juego en este asunto. Arabia saudita y sus aliados están dispuestos a sostener a los Occidentales en contra del rival libio, porque ello les permite reprimir impunemente sus propios movimientos de protesta. Los Saudíes, poco reputados por sus instituciones democráticas, ya han intervenido militarmente en Bahréin y han alentado la represión en el Yemen: en estos Estados vecinos, escogieron «proteger» a los dirigentes en contra de la población.

El coronel Gadafi masacra su pueblo: ¿no deberíamos estar de acuerdo en poder impedírselo, independientemente de las justificaciones manifiestas u ocultas de este acto? El inconveniente es que la guerra es un medio tan poderoso que hace olvidar el fin que persigue. Sólo los video juegos permiten destruir los armamentos sin tocar a los seres humanos de su entorno; en las guerras reales, incluso los «golpes quirúrgicos» más precisos no permiten evitar los «gastos colaterales», es decir las muertes, la destrucción, los sufrimientos. Por esta vía uno se involucra en un cálculo incierto: ¿las víctimas y los daños serán más o menos mayores que si no se hubiera dado la intervención? ¿No existía verdaderamente otro medio de impedir la masacre de la población civil? ¿Una vez desencadenada la guerra, no se corre el riesgo de adelantarla por su propia lógica, apartándose del espíritu de la resolución inicial? ¿No se comprometerán los impulsos democráticos de la población al hacerlos dependientes de antiguos países colonialistas?

No existe guerra limpia ni guerra justa, solamente guerras inevitables, como la Segunda Guerra mundial dirigida por los Aliados; este no es el caso en la actualidad. Antes de entonar un himno a la gloria de esta alianza ciertamente mejor que las anteriores, sería tal vez conveniente meditar en las lecciones que, hace doscientos años, Goya había sacado de otra guerra dirigida en nombre del Bien, la de los regimientos napoleónicos que aportaban los derechos del hombre a los Españoles. Las masacres cometidas en nombre de la democracia no son más fáciles de soportar que las ocasionadas por la fidelidad a Dios o a Alá, al Guía o al Partido: unas y otras conducen a los mismos desastres de la guerra.

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Artículo publicado el martes 22 de marzo en Libération. El autor autorizó esta nueva publicación en Mediapart.



[1] Título del original: “L’attraction de la guerre”, publicado inicialmente en Libération , el 22 de marzo de 2011. Se reprodujo con autorización del autor en Mediapart, en la misma fecha. La traducción es de Luis Carlos Arboleda.